jueves, 9 de junio de 2016

LA ROSA DE LOS VIENTOS *SEGUNDO CAPÍTULO*


2
Sta. Baker
La suntuosidad de la velada era exquisita, la música embriagadora y el emplazamiento perfecto. No había sido difícil para James mezclarse entre los asistentes a la fiesta. Como si hubiera nacido para formar parte de la aristocracia. Se sentía tan cómodo entre los ricos como entre los piratas. En el fondo no había tanta diferencia, la delgada línea que los separaba, era tan fina como la que separa el amor del odio. Entre la clase aristócrata inglesa y los piratas existía la misma ambición, malicia y ansias de poder. Pero con una diferencia: los piratas tenían un código de honor inquebrantable. Algo que los nobles, desconocían.
—Está muy elegante, capitán.
A la derecha de James, Benjamin vestía como su sirviente personal. Estaba irreconocible, pero su evidente falta de modales lo convertía en el objeto de muchas miradas.
—¿Y ahora, qué se supone que debemos hacer? —Se introdujo dos tartaletas de mantequilla en la boca.
—Deja de comer y busca a la dama, Benjamin.
—¿Dama? ¡Es una mujer! —exclamó—. Me dijo que veníamos a buscar un mapa.
—Sí. La señorita Catherine Baker es el mapa.
Se limpió los restos de comida como si tuviera un bicho sobre la barriga y lo miró.
—Las mujeres no traen nada bueno, capitán. Nada bueno —rumió mientras daba media vuelta para cumplir con la orden.
Hacerse pasar por uno de los sobrinos del conde de Saint Germain y barón de las islas de Man, sería el cebo perfecto para captar la atención de su presa. James vestía con una chupa de seda en color azul, y una casaca de tafetán en un tono más intenso con detalles policromos. El corte clásico del traje resaltaba su masculinidad y atraía la curiosidad de gran parte del público femenino. Los abanicos revoloteaban a su alrededor entre sutiles risitas y susurros, mientras las miradas indiscretas de algunas de las presentes, lo tentaban a abandonar la sala y cometer alguna fechoría.
Un hombre alto, esbelto y con buen porte, se acercó a él y le sonrió. Una de aquellas sonrisas frías que ocultan tanta desconfianza como curiosidad.
—No tengo el placer de conocerlo, disculpe mi ignorancia. Soy el marqués de Northampton.
—James Shiedfild, barón de las islas de Man —contestó con la misma rigidez—. Un placer.
—Un descendiente de los Shiedfild… —repitió, sorprendido—. Hace tiempo que no trato con su familia. Entonces, ¿conocerá al conde?
James se alegró de tener negocios con gran parte de la aristocracia corrupta de Inglaterra y Gales. Incluyendo al avispado conde.
—Soy el sobrino del conde Saint Claires —eludió—. Todo un casanova.
—Eso parece que viene de la familia —afirmó el marqués, muy consciente de la atracción que ejercía James sobre las mujeres del salón—. Es un placer. Conocí a vuestro tío hace años, e incluso me batí en duelo en varias ocasiones.
—¿No es ilícito batirse en duelo? —declaró James con incredulidad.
—Lo hacíamos por el mero placer de combatir.
—¿Por qué luchar, si no hay un premio al que ostentar?
—Sí que lo había. El placer de cortejar a una dama lo discutíamos con el florete.
Un sutil carraspeo atrajo la atención de ambos hombres.
—Milord, ¿no me va a presentar al apuesto caballero?
Una joven de cabellos rubios y generosos atributos le regaló una amplia sonrisa.
—Mis disculpas, milady. —El marqués le besó el dorso de la mano—. Le presento a la encantadora señorita Anette Rose Somerset.
James se tensó ante el descubrimiento. Era la hermana del duque de Beaufort. Mantuvo la compostura y sonrió a la propicia oportunidad que le brindaba la casualidad de la vida.
—James Shiedfild. Todo un placer, señorita Somerset. —Sin dejar de contemplarla, James hizo una sutil reverencia—. ¿Su hermano no la acompaña esta noche?
Tanto el marqués como la mujer, se sorprendieron.
—¿Lo conoce? —hipó, sorprendida.
—Bueno, podría decir que mi relación con Lord Somerset es… tirante.
Ella ladeó el rostro con deferencia, pero no pareció sorprenderse.
—Soy consciente del carácter altivo de mi hermano —confesó con más gentileza de la esperada—. Por eso no está aquí. Odia las comitivas tanto como las amo yo.
Complacido, le tendió la mano.
—Siempre estamos a tiempo de limar asperezas, milady —le susurró de forma seductora—. ¿Me concedería este baile?
La mujer sonrió seducida por los encantos de James, asintió en dirección al marqués y se retiraron a la pista de baile.
Mientras bailaban, la estudió con detenimiento. Anette tenía un parecido asombroso con su hermano, pero su esencia era pura y se alejaba mucho de la maldad de Henry. Seguro que desconocía las sucias actividades de su hermano: esclavista, asesino y ladrón. La única diferencia que había entre ellos era un título. Y algún día, James le demostraría que por sus venas también corría sangre roja, no azul.
Cuando la música cesó, la expectación era máxima. Por fin las hermanas Baker harían su entrada. Gran parte de la alta sociedad estaba allí, la dote de la muchacha era alta y los jóvenes caballeros, inexpertos, incitados por la codicia que suscitaba el dinero, intentarían cortejarla a cualquier precio. 
James esperó con quietud mientras Josefine bajaba la gran escalinata, ataviada con un aparatoso vestido azul cobalto. Al verla se compadeció de ella en silencio. Era una dulce niña inocente de cabellos dorados y aspecto locuaz a punto de ser devorada por los tiburones de la sociedad.
Sin embargo, la curiosidad alcanzó su cenit cuando James vio a la mujer que caminaba dos pasos por detrás de ella. Una belleza sublime y exquisita; de cabello castaño y piel blanca como nieve. Llevaba un vestido color burdeos, corte polonesa, confeccionado con brocatel de sedas en colores cálidos que le resaltaban el carmesí natural de los labios y le enmarcaban la figura como un guante.
—¿Quién es? —preguntó James, sin apartar los ojos de ella. Estaba eclipsado con la belleza de la desconocida.
—Catherine Baker, la hermana mayor de Josefine Baker —explicó Anette con apatía mientras James tragaba el nudo de la garganta—. Rondando los veinte y soltera. Tendrá un amante, o un secreto muy oscuro.
—¿Es un delito amar sin ataduras, milady? —murmuró James mordisqueando con disimulo la mano de Anette—. Puede llegar a ser muy placentero...
La sugerente osadía hizo que el rubor subiera por las mejillas de la mujer.
—Capitán, ya la he localizado —dijo Benjamin con discreción a su espalda.
—Si me disculpa, madame, debo atender algunos quehaceres.
Con el dorso de la mano, James le acarició la mejilla.
—Me gustaría volver a verlo —musitó Anette con un brillo resplandeciente en los ojos.
James se acercó a la muchacha y le susurró al oído:
—Antes de lo que se imagina, milady, estaré a las puertas de su ventana… —Anette sonrió por la fingida elocuencia, ya que solo un amante picaría a la ventana de una dama.
Con una solemne reverencia, James se retiró de la sala a uno de los balcones donde podrían hablar con libertad, sin temor a ser escuchados.
—He localizado a la señorita Baker, capitán.
—Y yo también… —declaró James sin dejar de mirarla a través de las amplias puertas francesas—. ¿Tienes lo que te pedí?
—Sí. —Sacó un pequeño paquete de la casaca—. Semillas molidas de amapola y verbena.
—Perfecto, tu objetivo es conseguir que la señorita Baker coja la copa que contiene las semillas. ¿Podrás hacerlo?
Benjamin le lanzó una sonrisa pícara.
—Si no puedo emborrachar a una mujer, no soy digno de ser pirata, capitán —declaró, orgulloso—. ¿Pero qué haremos cuando empiece a marearse? Hay muchos ojos pendientes de ella.
Ambos miraron el gran salón atestado de gente.
—Pronto esos ojos estarán ebrios de vino y llenos de aburrimiento —alegó James convencido de sus palabras—. Tú, encárgate del vino. Yo, de la mujer.
—Será un placer, capitán.
Benjamin sonrió al igual que un niño a punto de cometer una fechoría y desapareció entre los presentes.
Durante gran parte de la noche, James observó todos y cada uno de los movimientos de Catherine. Benjamin consiguió darle la copa de vino apropiada pero su trato con el alcohol era comedido, como si quisiera ser consciente en todo momento.
Poco después, el ambiente viciado y el olor a vino dulce provocaron una extraña reacción en cadena. Los caballeros la rodearon como hacen las abejas con la miel, atraídos por su embriagadora esencia. No obstante, entre baile y baile, James encontró la oportunidad perfecta para abordar a la joven. Catherine aceptó un baile con el marqués de Milford Haven y entre cambios de pareja, se la encontró entre los brazos.
Ella no se sorprendió, solo esbozó una dulce sonrisa que le robó el aliento.
Se castigó a sí mismo por admirarla al igual que un adolescente, siendo quién era: la hija de Edward Davis. Pero su deslumbrante belleza iba más allá de cualquiera que hubiera conocido antes. Poseía unos labios tan sugerentes, que James deseó morderlos. Llenos y rosados; dibujaban una exquisita curva que amenazó a su cordura con la perversión. Incluso el sutil perfume de su piel lo hipnotizó, y durante unos segundos, se sintió uno más entre los pretendientes que la deseaban.
—Baila muy bien, milord —susurró ella.
—Le tomo la palabra, señorita Baker, dado que viene de una bailarina consumada.
—¿Cómo sabe mi nombre? —le preguntó—. Nunca antes lo había visto…
—Quizá no me recuerde.
Ella arrugó el ceño en una fingida afrenta, y luego sonrió.
—¿Subestima mi memoria, milord?
La mezcla entre inocencia y picardía era desconcertante.
—Jamás cometería semejante error, milady —terció él.
—Entonces, aún a riesgo de sentirme ofendida, ¿me dirá su nombre?
Aquella voz era una dulce melodía para los oídos. Una trampa mortal. De hecho, James estuvo a punto de cometer un error y decirle su verdadero nombre.
—Ya que no deseo ser uno más, milady... —dijo, y con un movimiento de barbilla señaló a los pretendientes que la miraban al otro lado del salón—. Prefiero dejar mi nombre en el misterio.
—Me gustan los misterios —alegó ella, al tiempo que arrugaba la pequeña nariz haciendo un mohín—. Si soy sincera, es un alivio saber que no desea ser como los demás.
James colocó la mejilla contra la de Catherine y la complicidad del roce le erizó la piel.
—No, milady, —susurró de forma seductora—. Ostento mucho más...
Una dulce risita le revoloteó a James en los oídos y se le enganchó a los labios. Estaba fascinado con ella. Catherine era como el vino caliente, entumecía el cuerpo y desinhibía la mente.
—Dado que no me dirá su nombre, ¿puedo especular?
—Sorpréndame, por favor.
James la hizo girar en pleno baile y el vestido dibujó un sublime haz de color carmesí, que eclipsó a todo el salón. Al volver a entrelazar sus manos, ella rio y sin saber por qué, su corazón dio un vuelco.
Catherine lo examinó con detenimiento y el pulso de James se aceleró, como jamás lo había hecho. Le rebotó dentro del pecho para robarle el aire por sorpresa.
—Por la profunda cadencia de su voz —comenzó—, adivino que tiene raíces españolas.
James ladeó el rostro. Además de hermosa, inteligente, pensó.
—Siga, señorita Baker, va por buen camino.
—Por sus ropas, adivino que no es de la ciudad.
Al oír la observación, alzó una ceja.
—¿No voy apropiadamente vestido para la ocasión?
—Al contrario, adoro las sedas y su tacto... y sé apreciar el buen gusto de un hombre por las telas. —Deslizó un dedo por el cravat de James, tentándolo, y luego recuperó la compostura y lo retiró—. Pero ahora en la ciudad, todos los hombres prefieren llevar lino en vez de seda.
—No deja de sorprenderme. Continúe, milady.
Los penetrantes ojos negros de la mujer le atravesaron el cuerpo hasta llegar a la parte más oscura y James temió que alcanzara sus secretos mejor guardados.
—Por el tono dorado de su piel, diría que ha pasado mucho tiempo en el mar —prosiguió ella y él pudo respirar.
—Digamos, que pertenezco al mar —contestó y Catherine arrugó el ceño.
—¿Pertenece a la Armada Real?
—No, milady, a pesar de amar la contienda igual o más que un soldado.
—Deme una pista, milord —suplicó, divertida.
—Especule, milady —la instó con malicia y ella le regaló otra sonrisa encantadora.
—Si pertenece al mar... ¿Es un pescador? —James negó con un gesto de cabeza—. ¿Un trotamundos? —Él volvió a negar y la incitó a ir más allá en aquel juego—. ¿Un desertor de la armada? —James alzó una ceja y negó—. ¿Un temible corsario del mismísimo rey...?
Sin poder evitarlo, James sonrió y la atrajo hacia él. Se miraron y ella entreabrió los labios, inconsciente.
—¿Teme a los piratas, señorita Baker?
—Nunca he visto a ninguno…—dijo casi sin aliento—.  ¿Debería temerlos?
—Si acepta el consejo de un desconocido —le susurró James al oído—, sí, debería temerlos.

****

James, asomado por estribor, contemplaba la superficie del mar rememorando lo ocurrido esa misma noche. Recordando a la extraña mujer de ojos negros que lo había puesto a prueba en todos los sentidos y le había obligado a usar todas sus armas de seducción para persuadirla y atraerla.
Desde el primer momento que la vio, supo que no sería una presa fácil. Catherine era tan comedida con los hombres, como con la bebida, hasta el punto de hacerle dudar de la fiabilidad de su estrategia. Era una Davis, sin duda. Pero la  libertad estaba en juego y nada le impidió jugar sucio.
Estaba acostumbrado a tratar con mujeres, pero no como ella. Catherine era más desconfiada e inteligente que cualquier otra. Y jugó a su antojo con él hasta que el potente somnífero hizo efecto. Por suerte, llegado ese punto de la noche, el vino ya corría por la sangre de los asistentes como el veneno de una serpiente y le brindó la oportunidad perfecta para perderse entre el gentío y desaparecer.
Craso error, milady. ¿No le advertí que no debía confiar en un pirata?
Escuchó un ruido, y James ladeó la cabeza para mirar de soslayo a Benjamin. Medio dormido y con el efecto del poco sueño marcado bajo los ojos.
—¿Capitán, cuándo partiremos?
—A mediodía —contestó sin dejar de mirar el mar—. ¿Ya se ha despertado?
—¿La mujer? No, sigue dormida, igual que un lirón. —Benjamin se rascó la coronilla, pensativo—. Creo que la dosis era demasiado alta…
—¿Y ahora te das cuenta? —lo increpó.
—¿Qué iba a decirle a la curandera que me lo vendió? Discúlpeme señora, prepáreme una dosis que pueda tumbar a una mujer de cincuenta kilos. No deseo matarla, madame, solo pretendo secuestrarla… —pronunció de forma teatral.
James resopló en un fallido intento de contener la risa.
—Déjalo, Ben. —Hizo un gesto de indiferencia con la mano—. Ya despertará, pero no dejes de vigilarla.
—Charlie ha montado guardia en su puerta. En cuanto despierte, lo sabremos.
—Perfecto, en dos horas reúne a la tripulación en cubierta. 
—De acuerdo, capitán.
Benjamin permaneció unos segundos en silencio, algo extraño conociéndolo bien. Estaba inquieto.
—¿Qué ocurre? Conozco esa cara de cordero degollado. —Benjamin se debatió consigo mismo durante unos instantes mientras se refregaba la panza—. ¿Y? —lo instó James, impaciente.
—No quería alertarlo hasta estar seguro pero, han visto una patrulla de casacas rojas en la taberna de Barry el cojo…
—¿Y ahora lo dices? —Soltó un improperio—. ¡Tendrías que habérmelo dicho al momento!
—¿Cree que buscaban a la dama, capitán? —preguntó Ben—. Quizá alguien nos vio...
—¡Eso es imposible! —espetó él.
—Capitán, es una mujer hermosa, de familia noble y con una buena dote. Dudo que su familia tarde en comenzar a buscarla.
Esa posibilidad era más viable, pensó. Pero James sabía muy bien a quién buscaban, y no era a la señorita Baker.
—Cambio de planes; reúne a toda la tripulación en cubierta —ordenó sin miramientos—. ¡Ahora!
—Aún no ha amanecido, capitán.
—Me da igual. ¡Despiértalos!
Benjamin alzó ambas manos en señal de rendición y bajó a la bodega principal.
Justo cuando la cálida luz del sol se alzaba sobre la línea del mar, los marineros comenzaron a ocupar sus puestos en cubierta. James paseó la mirada por los rostros conocidos y desconocidos de la tripulación, antes de hablar:
—Caballeros, os he reunido aquí para hablaros de lo que ocurrirá cuando zarpemos. No quiero alcanzar alta mar, sin que sepáis a lo que os exponéis en este largo viaje. —Todos lo miraban con el respeto digno de un Robert—. Después de cien años, hemos encontrado la llave que nos abrirá las puertas del Tesoro de Lima. Para muchos es inalcanzable, pero no para mí, ni para los que partirán en este barco. El capitán Edward Davis lo escondió en un lugar hechizado por magias oscuras, un lugar lleno de sombras… —Muchos se inquietaron—. Debéis saber que conseguirlo no va a ser fácil, el camino será largo, duro y peligroso. Nos expondremos a los peores males del mar; desde las pavorosas mareas heladas del sur, hasta las terribles tormentas del océano Atlántico. Y en ese lapso, quizá nos deleitemos con los ensordecedores cánticos de las sirenas. O suframos el terrible azote del mismísimo Kraken, maldecido por Zeus a vagar por los mares en busca del sustento de las inocentes almas de marineros perdidos. ¡Pero nada nos podrá detener! La única ruta posible a la isla nos llevará a un infierno, pero tras la oscuridad, hallaremos la gloria dorada del botín de Lima. —James hizo una pausa dramática—. Y ahora os pregunto: ¿Qué valientes se atreven a embarcarse en este viaje?
Alexander fue el primero en dar un paso al frente y quitarse el sombrero. Entre el miedo y la expectación, los marineros comenzaron a alzar las manos, y a descubrir sus cabezas en señal de respeto y fidelidad. Ninguno cedió ante los impulsos de abandonar el barco. Si morían, lo harían con orgullo en el mar.
—He puesto a prueba vuestra fortaleza y no me habéis defraudado. —Cogiendo una botella de ron y una biblia, James se acercó a sus hombres—. Pero aún no hemos terminado. Ahora me demostraréis vuestra lealtad. —Los hombres asintieron sin moverse de sus sitios.
James se recostó sobre el timón y dejó que su contramaestre orquestara la segunda parte del ritual de navegación. Ninguna nave y ningún capitán debían partir sin establecer las normas de a bordo. Ya que sin un juramento de lealtad, un viaje en alta mar podría suponer el fin de muchas vidas.
Y un suculento manjar para los tiburones.
—Este barco, al igual que el Royal Rover, se regirá por las leyes de piratería del “Chartie Partie” escritas hace más de cincuenta años por el mismísimo Bartholomew Roberts. Leeré todas y cada una de ellas, si alguno no está dispuesto a cumplirlas, aún es libre de abandonar el barco. Pero una vez consentidas, se acatarán al pie de la letra tanto las compensaciones, como las sanciones.
Llegado ese punto, el sol ya iluminaba toda la cubierta y despertaba sus adormecidos cuerpos.
Benjamin abrió el pergamino y comenzó a citar las leyes:
I. «Todo hombre a bordo será poseedor de un voto; tendrá derecho a provisiones frescas y licores, y si lo desea, puede usarlos a voluntad, salvo en periodos de escasez en los que se requiera una disposición distinta del racionamiento».
II. «El botín se repartirá de forma equitativa según el cargo que ostente y el puesto en la lista. Si alguien defrauda o engaña, el castigo será el abandono en una isla desierta con un mosquetón. Si un hombre roba a otro y se demuestra su fechoría perderá la oreja o la nariz».
III. «Están prohibidos los juegos de azar a bordo del barco a cambio de dinero u objetos de valor».
IV. «Todas las luces se apagarán a las ocho en punto de la noche: si algún miembro de la tripulación desea seguir despierto, tendrá que hacerlo en cubierta, sin luz».
V. «Todos los marineros deberán mantener la pistola y sable limpios, aptos para el combate».
VI. «No serán permitidos niños a bordo».
VII. «Abandonar el navío o quedarse rezagado durante una batalla se castigará con la muerte o el abandono en una isla desierta».
VIII. «No están permitidas las peleas a bordo. Tras el látigo, se pondrá fin a cualquier disputa en la costa, sobre tierra firme. Se enfrentarán a espada o pistola, bajo la supervisión de la intendencia. Si tras disparar, ninguno acierta, se batirán con las espadas, y se declarará vencedor al que consiga la primera sangre del rival».
IX. «Ningún hombre puede abandonar esta forma de vida hasta que haya compartido mil libras en el fondo común».
X. «El capitán y el intendente recibirán dos partes de cada botín; el maestre, contramaestre y el artillero una parte y media; y el resto de oficiales y marineros parte y cuarta».
XI. «Los músicos dispondrán del sábado como día de descanso».
El primero en darse cuenta del error fue Alexander que lanzó una mirada contrariada a James. Sabía tan bien como él la ley que había omitido. El Chartie Partie no hacía mención alguna sobre las mujeres a bordo.
Una vez citado el código, Benjamin cogió la biblia y la botella de ron.
El oficial de artillería puso la mano sobre la biblia y recitó:
—Yo, Christian Della Rovere, como pirata del Dear Liberty zarparé con este barco y bajo estas leyes, sometiéndome a su dictamen y a la severidad de sus castigos. Doy mi conformidad y mi palabra, asumiendo la premisa de no quebrantar jamás la ley impuesta, y aceptar la fuerza que ejerza sobre mí. —Los penetrantes ojos marinos del oficial lo miraron—. Capitán James William Roberts, daré mi vida y mi espada a cambio de la gloria y la fortuna de navegar bajo esta bandera. ¡Por el capitán!
—¡Por el capitán! —bramaron todos.
Dicho esto, Chris bebió un gran sorbo de ron de la botella y selló el trato con la señal de la cruz.
Alexander, molesto con él, se retiró con discreción al interior.
Ignorando su conflicto interior, James se mantuvo firme hasta que todos sus hombres consintieron el Chartie Partie. Ahora estaban listos para partir. El viaje iba a ser largo y duro pero el resplandeciente oro del tesoro de Lima iluminaría el camino a la gloriosa libertad que todos merecían.
—Expoliaremos la tierra que nos exilió, surcaremos el mar hasta alcanzar la gloria. Y tras nuestros pasos, hallaremos la libertad que un día el cielo nos negó... —Citaron al unísono con el orgullo pendiendo en cada palabra—. Somos la arena en el viento de regreso al mar que siempre nos amparó.
—Bienvenidos a bordo, camaradas —declaró James al tiempo que se alzaban en una sonora ovación—. ¡Ocupen sus puestos! ¡Corten amarras! ¡Todos listos para zarpar!

****

En pocas horas perdieron de vista la costa, y al caer la tarde ya navegaban en alta mar. La brisa del océano y el movimiento de las olas templaron los ánimos de James. Dos meses fuera del mar era demasiado tiempo para un hombre que había nacido en él. Tanto sus glorias como sus pérdidas, florecerían y morirían en aquellas aguas, y sabía que algún día volvería al mar que un día lo vio nacer.
—¿Vas a contármelo? —preguntó Alexander.
James permaneció impasible, con la mirada sobre las líneas del mar.
—Vira 5º a poniente. —Eludió de forma deliberada.
—Primero, quiero saber adónde nos dirigimos. —Alexander le mostró la carta con el sello roto del duque de Beaufort—. ¿Es cierto que desembarcaremos en Santa Helena?
—He ahí el destino al cual nos dirigimos —convino él, con una calma exasperante—. Ahora haz lo que te he ordenado.
—¡No! Esa no es suficiente respuesta —refutó—. Cuéntame qué está pasando a bordo de este barco.
Con el semblante altivo, se giró y lo miró.
—Soy tu capitán, y no debería dar explicaciones de las decisiones que tomo en mi barco.
—Como capitán no me debes ninguna explicación… pero como amigo, sí.
James resopló.
—¿Qué quieres que te cuente? ¿Lo que quieres oír, o lo que ocurre en realidad?
—Todo.
Con un gesto adusto, James se mesó el cabello. El peso de los secretos era demasiado para cargarlo solo. Debía confiárselo a un aliado, y Alex siempre había sido un buen confidente.
—Como seguro que ya sabrás, hice un trato a cambio de mi libertad. No quería terminar ahorcado en medio de una plaza en Londres —resolvió James, convencido de sus palabras—. Y a cambio de mi libertad me comprometí a encontrar el legendario Tesoro de Lima.
Alexander chasqueó la lengua al oírlo.
—Sabes tan bien como yo que este viaje es el comienzo del camino a lo imposible.
—Puede ser, pero cuento con ciertas ventajas que harán de lo imposible, algo real.
La atención de Alex cobró vida.
—¿A qué te refieres? —indagó, lleno de curiosidad.
—La errática del camino tiene muchas vertientes. El mismo hombre que me liberó me mostró el primer paso del camino al tesoro. Me dio la llave para escoger la senda adecuada.
—¿Cómo sabes que no te engañó?
—¿Crees que el Somerset me concedería la libertad y me proporcionaría un barco si no quisiera algo a cambio? ¿Que arriesgaría su posición a cambio del humo de una leyenda?
—Quiere lo que todo hombre vanidoso desea: oro, joyas y poder.
—No. Solo quiere una cosa de la cueva y nada tiene que ver con las riquezas. El oro es nuestra recompensa tras obtener el objeto. —Los ojos de Alexander centellearon y adquirieron un intenso tono ámbar—. Desea un cofre no más grande que la palma de un hombre... —murmuró.
—¿Solo eso? —espetó—. Debe tener mucho valor para renunciar a semejante botín.
—De ahí subyace toda mi curiosidad —confesó James—. El duque ha sacrificado demasiado a cambio de lo que parece muy poco ante los ojos de un hombre cualquiera.
—Pero no a los tuyos —continuó Alexander.
—Pero no a los míos... —repitió—. Por eso debemos averiguar de qué se trata.
Ambos se quedaron en silencio, meditando las consecuencias que acarrearía aquel viaje. Algo se les escapaba de las manos. Algo que iba más allá de su entendimiento y cien pasos por delante de una posible traición.
Alexander metió la mano en el bolsillo de su casaca y extendió una cinta color burdeos.
—¿Hay algo más que debas contarme? —El viento hizo ondear la prenda de seda, y al reconocerla, James se tensó.
La mujer.
—Sé lo que estoy haciendo —alegó con una vehemencia inquietante pintada de advertencia.
—Te equivocas. Estás cometiendo un error. —Los acusadores ojos de Alexander lo quemaron por dentro, y los viejos recuerdos lo asaltaron.
—Deja de cuestionar mis decisiones —inquirió.
—¡No las cuestiono! Intento descubrir por qué has cometido mi error… —La voz de Alexander se ahogó en una agonía interna que pocos conocían.
—Esto no tiene nada que ver con ella —James contuvo la respiración cuando un lacerante y conocido dolor lo sacudió—. Ella no es Melisa.
Ella jamás volverá, se dijo.
Pero a pesar del transcurso del tiempo, James continuaba esperándola.
Alexander maldijo por lo bajo.
—Entonces, explícame por qué hay una mujer a bordo.
James sopesó con detenimiento la respuesta antes de hablar:
—¿Recuerdas que he hablado de una llave? —Alex asintió—. Pues ella, es la llave.
—¿A qué te refieres? ¿Una mujer?
Asintió taciturno y se asomó por la amura de estribor, con la mirada fija en el mar, sin poder ver nada.
—¿Aún recuerdas las historias que contaba Ronald Chandler? —dijo James, recordando al antiguo oficial—. ¿Las que hablaban de una mujer llamada Margaret Kyteler?
—¿La bruja de los vientos?
 —Sí. Pues las historias que contaba, al parecer, eran ciertas; pero lo que no sabíamos era que su hija, Dorothy Kyteler, conquistó al mismísimo capitán Davis. —Alex arrugó el ceño en una mueca indescriptible—. Pero su idílico y desconocido amor pereció con el nacimiento de su única hija. Al dar a luz, alguien se la arrebató y Dorothy pasó el resto de su vida buscándola —explicó—. Tras darse por vencida, culpó a Davis por su pérdida y se vengó, sepultando bajo un terrible hechizo el mayor botín del capitán: El tesoro de Lima.
Alexander dejó escapar todo el aire de los pulmones en una única exhalación al comprender la magnitud del descubrimiento.
—¿Ella es la hija de Edward Davis?
—En efecto —le confirmó—. Y es la llave del tesoro.
—¡Maldita sea, James! —exclamó—. No solo hay una mujer a bordo, sino que es la hija del mayor bastardo que haya conocido jamás.
—Yo no escogí las condiciones de la liberación. Simplemente no quería terminar mis días con una soga al cuello.
—Ni yo, ni nadie de esta tripulación querría eso —aclaró—. Solo espero que seas consciente de la situación, James. Porque ahora dependemos de una Davis.
Alzaron la mirada al oír el cambio de guardia y James giró de nuevo el reloj de arena.
—Es sencillo, Alex; conseguimos el mapa, encontramos el tesoro y fin del asunto.
—¿Cómo estás tan seguro de su colaboración?

—Lo hará... —murmuró con voz sombría—. Yo me encargaré de ello.


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